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No deja de ser sorprendente y loable que la unión del buen hacer de
profesionales, en principio, tan diferentes como un ingeniero y una
filóloga no suponga sólo una suma de esfuerzos, sino todo un salto
cualitativo que deja en entredicho el manido tópico de la separación entre
los conocimientos humanísticos y científicos. Es verdad que no hay
costumbre de este tipo de alianzas, pero un libro como éste pone de
inquietante manifiesto su cada vez mayor necesidad. La compartimentación
de saberes fue, por decirlo de una manera benigna, un mal menor de las
modernas universidades, ávidas y necesitadas de repartir los diferentes
campos del vasto conocimiento entre sus especialistas. Pero este mal menor
condujo al aislamiento de las materias como tales, cuyos representantes
interpretan a menudo los estudios transversales como intrusiones en sus
terrenos.
El mundo de la ingeniería romana es un ejemplo paradigmático, como
acaso sean otros, de cómo la compartimentación crea saber específico, pero
también mucha ignorancia de conjunto. Es quizá, esta razón, la que
confiere a Ignacio González y a Isabel Velázquez, los autores de este
libro, una doble dimensión, tanto en calidad de personas representativas y
destacadas en sus respectivas especialidades, como en calidad de
individualidades singulares e inquietas, movidas, ante todo, por la
curiosidad y el entusiasmo. Recuerdo (pues estuve presente) el día que en
la Fundación Juanelo Turriano Ignacio González expuso a Isabel Velázquez
su proyecto conjunto, histórico y filológico, de hacer una historia de la
ingeniería romana en Hispania. De ese primer proyecto salió un exposición
inolvidable titulada "Artifex", en el ya lejano año 2002. De
aquella exposición surgió un catálogo que se agotó muy pronto y cuyos
contenidos aparecen rehechos y mejorados sustancialmente en el presente
volumen de 543 páginas, magníficamente editado e ilustrado a todo color.
En este caso, la calidad de las ilustraciones (fotografías, gráficos,
reproducción de antiguos grabados...) no va a la zaga de los textos, ni
viceversa.
Estamos ante un libro bien equilibrado que no decepciona ya desde el
primer vistazo, ni por supuesto lo hace cuando nos adentramos en él para
hacer una lectura profunda. Sorprende, ya desde el comienzo de la
introducción, que los textos latinos y griegos citados aparezcan primero
en su propia lengua original, como es el caso de los párrafos del
arquitecto Vitruvio dedicados a exponer lo que debe ser un buen
arquitecto, es decir, un architectus. Este nombre no encierra
necesariamente lo que hoy entendemos como "arquitecto", pues también puede
entrar en esta categoría lo que conocemos como un ingeniero. El libro, en
su conjunto, refuerza y confirma la idea ya tópica de la importancia que
la ingeniería, la civil y la militar, tuvo en la civilización romana. En
este caso, se ha recurrido a un impresionante acervo de fuentes
documentales, no sólo literarias, sino también epigráficas.
El momento histórico que se estudia es, básicamente, la Roma
Republicana e Imperial, si bien una parte de las fuentes proviene de la
llamada Antigüedad Tardía, muy en concreto de la inacabable obra de
Isidoro de Sevilla. Este hecho, así como las muchas ilustraciones de
cuadros y grabados modernos que hay en el libro, confirma el aserto
historiográfico de que la ingeniería romana fue "lo que fue", pero también
lo que de ella han seguido viendo los autores tardíos y modernos.
Una introducción, un capítulo dedicado a la Hispania Romana al que
siguen quince grandes apartados, un gran glosario de términos de
Ingeniería Civil romana y una completa bibliografía hacen de este libro un
manual imprescindible para cualquier estudio ulterior sobre la materia.
Los capítulos dedicados a la Ingeniería Civil romana constituyen la
primera parte del libro, mientras que el glosario sería la segunda parte,
por ello conviene que los reseñemos como unidades autónomas.
Como se observa a simple vista, los capítulos pasan revista a los
diferentes aspectos que constituyen el mundo de la construcción en la
civilización romana. En cada uno de ellos se nos hace una documentada
aproximación a las diferentes técnicas. Conviene enumerar sucintamente
cuál es el contenido de cada uno de los diferentes capítulos: el hormigón,
la explotación de canteras, el ladrillo, solados y pavimentos, el arco,
obras hidráulicas, pozos y cisternas, los acueductos, las distribución del
agua, el agua para regadíos, la navegación fluvial, las calzadas, la
construcción de puentes, los puertos marítimos y, finalmente, las grandes
cubiertas.
Debemos hacer notar que este repaso no sólo arroja luz sobre los
aspectos meramente constructivos, sino también acerca de la propia visión
del mundo de la civilización romana. El progreso material proporcionado
por la ingeniería fue transformando, a su vez, los modos de vida. Podemos
verlo, por ejemplo, en el progreso de las termas (páginas 72 y 73).
También resulta muy curioso observar los cuadros que explican la compleja
organización de una obra hidráulica mediante el proceso que va desde la
toma de decisiones hasta la ejecución del proyecto (páginas 158 a 162).
Dentro del capítulo dedicado a las calzadas resulta una grata sorpresa
descubrir qué era un "hodómetro", o el artilugio utilizado para calcular
las distancias (páginas 223-231). Se me antojan memorables el capítulo que
trata sobre la construcción de puentes (pasamos normalmente por ellos,
pero no nos detenemos a pensar en cómo se hicieron), y, como si ocupara
una posición simbólica, el capitulo final, dedicado al cierre de las
grandes cubiertas, donde sólo cabe maravillarse ante tanto hallazgo
constructivo. Así se cierra, pues, la primera parte del rico volumen, y no
creo que los posibles lectores de estas páginas vuelvan a ver un
yacimiento arqueológico de igual manera que antes pudieron hacerlo, pues
ahora cloacas, puertos o muros alcanzan el realce que realmente
merecen.
El glosario, si bien ocupa la segunda y última parte, tiene una doble
presencia en el libro, dado que al comienzo del volumen, inmediatamente
después del índice, ha aparecido ya la enumeración de los términos en él
contenidos, a manera de preámbulo y como una invitación de facto
a adentrarnos en su estudio léxico, al final de la obra. Tanto las
palabras iniciales dedicadas al glosario, en la introducción, como sus
apretadas 224 páginas (desde la 311 a la 535), bien podrían conferir a
este trabajo entidad independiente, pues se trata de un verdadero
diccionario de ingeniería que, como todo buen trabajo lexicológico,
arranca con la lista de abreviaturas usadas, nutrida sobre todo por los
nombres de autores y obras antiguas. No sólo cabe esperar en este glosario
los autores técnicos conocidos, como Vitruvio, sino también otras fuentes
de información, como el comediógrafo Plauto o el poeta elegíaco Tibulo. Al
igual que si estuviera inspirado por principios propios de la ingeniería,
el planteamiento es muy práctico y no cabe esperar un mero recuento de
términos más o menos técnicos. Tengamos en cuenta, como se dice en la
misma presentación del material léxico, que el vocabulario de la
ingeniería no es un material cerrado. Toma términos de otros ámbitos y, a
su vez, otros ámbitos de la vida adoptan términos de él. No en vano,
nuestras más arraigadas ideas sobre la educación de los hijos toman
prestados los términos de la construcción, y nuestra vida,
metafóricamente, se sitúa en un camino, una via ideal, por la que
transcurre.
Tras leer este libro, queda, como sugeríamos al principio, una profunda
duda acerca de nuestras artificiales divisiones entre estudios
humanísticos y científicos. No cabe entender, por ejemplo, una cabal
comprensión de la cultura romana sin unos conocimientos técnicos
esenciales que nos permitan adentrarnos en ese reto interminable que
constituye, al fin y al cabo, el ejercicio de la ingeniería. Parece que ya
en tiempos antiguos hubo intentos, no siempre fructíferos, por completar
el estudio de la educación, de la humanitas, con ese sentido
global, como podemos ver en el mismo texto de los autores:
El ideal educativo romano tenía una naturaleza global: el
ideal de la cultura y la formación integral del espíritu humano, aquel
que será propio de la humanitas latina, heredera tanto del concepto de
la philantropía como de la paideia griegas, y que
incluía la adquisición de conocimientos sobre una serie de disciplinas
de amplísima cobertura, desde las doctrinas tradicionales de gramática,
retórica, dialéctica, poética, aritmética, geometría, música, a otras
como la filosofía y los conocimientos en ciencias jurídicas, en
religión, en cuestiones políticas y militares.
Pero, como suele suceder, muchas de las mentes inteligentes
perciben el error de esta dicotomía de la separación el conocimiento y,
a veces, partiendo de posiciones de defensa de la propia actividad
personal, promueven la necesidad de una adquisición de ese conocimiento
global o lo más completo posible, superando esa tensión. Éste fue, a
nuestro entender, el planteamiento de algunos autores como Varrón,
Vitruvio o Columela... (página 25)
Fue la Europa del siglo XIX quien sancionó con la construcción de la
universidad moderna este estado de cosas, esta separación de los saberes
en ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu. No siempre fue así,
y no tiene por qué seguir siendo así siempre.
Es imposible terminar esta reseña sin un profundo lamento, casi una
protesta trágica, porque la productiva colaboración entre Ignacio González
Tascón e Isabel Velázquez, una colaboración sólida y cargada de tanto
futuro, se ha visto bruscamente quebrada. El fallecimiento repentino de
Ignacio González Tascón priva a sus familiares y amigos de un homo
bonus y a sus lectores de un gran investigador y maestro. Dicen que
Voltaire increpó a la naturaleza tras llevarse consigo en un terremoto la
ciudad de Lisboa. Qué cabe decir de lo injusto que resulta que una vida
llena de proyectos quede segada sin más. Esperemos, no obstante, que ese
Vitruvio que se prefiguraba en el horizonte pueda seguir adelante, por
frío y duro que sea a partir de ahora seguir sin Ignacio.
Francisco García Jurado Universidad
Complutense
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