Como sucede a menudo en política, la manera
más segura de acallar toda resistencia contra un proceso
regresivo y empobrecedor es exhibirlo ante la opinión pública
de acuerdo con la demagógica estrategia que consiste en
decirle a la gente, a propósito de tal proceso, exclusivamente
lo que le agradará escuchar. Así, en el caso que nos ocupa,
las autoridades encargadas de gestionar la reforma de las
universidades que se está culminando en nuestro país -sea cual
sea su lugar en el espectro político parlamentario- han
presentado sistemáticamente este asunto como una saludable
evolución al final de la cual se habrá conseguido que la
práctica totalidad de los titulados superiores encuentren un
empleo cualificado al acabar sus estudios, que los estudiantes
puedan moverse libremente de una universidad europea a otra y
que los diplomas expedidos por estas instituciones tengan la
misma validez en todo el territorio de la Unión.
Una
vez establecido propagandísticamente que el llamado "proceso
de Bolonia" consiste en esto y solamente en esto, nada resulta
más sencillo que estigmatizar a quienes tenemos reservas
críticas contra ese proceso como una caterva de locos
irresponsables que, ya sea por defender anacrónicos
privilegios corporativistas o por pertenecer a las huestes
antisistema del Doctor Maligno, quieren que siga aumentando el
paro entre los licenciados y rechazan la homologación de
títulos y las becas en el extranjero por pura perfidia
burocrática. Vaya, pues, por adelantado que el autor de estas
líneas también encuentra deseables esos objetivos así
proclamados, y que si se tratase de ellos nada tendría que
oponer a la presente transformación de los estudios
superiores.
Sin embargo, lo que las autoridades
políticas no dicen -y, seguramente, tampoco la opinión pública
se muere por saberlo- es que bajo ese nombre pomposo se
desarrolla en España una operación a la vez más simple y más
compleja de reconversión cultural destinada a reducir
drásticamente el tamaño de las universidades -y ello no por
razones científicas, lo que acaso estuviera plenamente
justificado, sino únicamente por motivos contables- y a
someter enteramente su régimen de funcionamiento a las
necesidades del mercado y a las exigencias de las empresas,
futuras empleadoras de sus titulados; una operación que, por
lo demás, se encuadra en el contexto generalizado de
descomposición de las instituciones características del Estado
social de derecho y que concuerda con otros ejemplos
financieramente sangrantes de subordinación de las arcas
públicas al beneficio privado a que estamos asistiendo
últimamente.
Habrá muchos para quienes estas tres cosas
(la disminución del espacio universitario, la desaparición de
la autonomía académica frente al mercado y la liquidación del
Estado social) resulten harto convenientes, pero es preferible
llamar a las cosas por su nombre y no presentar como una
"revolución pedagógica" o un radical y beneficioso "cambio de
paradigma" lo que sólo es un ajuste duro y un zarpazo mortal
para las estructuras de la enseñanza pública, así como tomar
plena conciencia de las consecuencias que implican las
decisiones que en este sentido se están tomando. De estas
consecuencias querría destacar al menos las tres que
siguen.
1. La "sociedad del
conocimiento". Este sintagma, casi convertido en una
marca publicitaria que designa el puerto en el que han de
desembarcar las actuales reformas, esconde en su interior, por
una parte, la sustitución de los contenidos cognoscitivos por
sus contenedores, ya que se confunde -en un ejercicio de
papanatismo simpar- la instalación de dispositivos
tecnológicos de informática aplicada en todas las
instituciones educativas con el progreso mismo de la ciencia,
como si los ordenadores generasen espontáneamente sabiduría y
no fuesen perfectamente compatibles con la estupidez, la
falsedad y la mendacidad; y, por otra parte, el "conocimiento"
así invocado, que ha perdido todo apellido que pudiera
cualificarlo o concretarlo -como lo perdieron en su día las
artes, oficios y profesiones para convertirse en lo que Marx
llamaba "una gelatina de trabajo humano totalmente
indiferenciado", calculable en dinero por unidad de tiempo-,
es el dramático resultado de la destrucción de las
articulaciones teóricas y doctrinales de la investigación
científica para convertirlas en habilidades y destrezas
cotizables en el mercado empresarial. La reciente adscripción
de las universidades al ministerio de las empresas
tecnológicas no anuncia únicamente la sustitución de la lógica
del saber científico por la del beneficio empresarial en la
distribución de conocimientos, sino la renuncia de los poderes
públicos a dar prioridad a una enseñanza de calidad capaz de
contrarrestar las consecuencias políticas de las desigualdades
socioeconómicas.
2. El nuevo mercado del
saber. Cuando los defensores de la "sociedad del
conocimiento" (con Anthony Giddens a la cabeza) afirman que el
mercado laboral del futuro requerirá una mayoría de
trabajadores con educación superior, no están refiriéndose a
un aumento de cualificación científica sino más bien a lo
contrario, a la necesidad de rebajar la cualificación de la
enseñanza superior para adaptarla a las cambiantes necesidades
mercantiles; que se exija la descomposición de los saberes
científicos que antes configuraban la enseñanza superior y su
reducción a las competencias requeridas en cada caso por el
mercado de trabajo, y que además se destine a los individuos a
proseguir esta "educación superior" a lo largo de toda su vida
laboral es algo ya de por sí suficientemente expresivo:
solamente una mano de obra (o de "conocimiento") completamente
descualificada necesita una permanente recualificación, y sólo
ella es apta -es decir, lo suficientemente inepta- para
recibirla. Acaso por ello la nueva enseñanza universitaria
empieza ya a denominarse "educación postsecundaria", es decir,
una continuación indefinida de la enseñanza media (cosa
especialmente preocupante en este país, en donde la reforma
universitaria está siguiendo los mismos principios
seudopedagógicos que han hecho de la educación secundaria el
conocido desastre en que hoy está convertida): como confiesa
el propio Giddens, la enseñanza superior va perdiendo, como
profesión, el atractivo que en otro tiempo tuvo para algunos
jóvenes de su generación, frente a otros empleos en la
industria o la banca; y lo va perdiendo en la medida en que el
profesorado universitario se va convirtiendo en un subsector
de la "producción de conocimientos" para la industria y la
banca.
3. El ocaso de los estudios
superiores. No es de extrañar, por ello, que el
"proceso" -de un modo genuinamente autóctono que ya no puede
escudarse en instancias "europeas"- culmine en el atentado
contra la profesión de profesor de bachillerato que denunciaba
el pasado 3 de noviembre el Manifiesto publicado en este mismo
periódico: reconociendo implícitamente el fracaso antes
incluso de su implantación, la administración educativa admite
que los nuevos títulos no capacitan a los egresados para la
docencia, salida profesional casi exclusiva de los estudiantes
de humanidades; pero, en lugar de complementarlos mediante
unos conocimientos avanzados que paliarían el déficit de los
contenidos científicos recortados, sustituye estos por un
curso de orientación psicopedagógica que condena a los
profesores y alumnos de secundaria a la indigencia intelectual
y supone la desaparición a medio plazo de los estudios
universitarios superiores en humanidades, ya que quienes
necesitarían cursarlos se verán empujados por la necesidad a
renunciar a ellos a favor del cursillo
pedagógico.
Todos los que trabajamos en ella sabemos
que la universidad española necesita urgentemente una reforma
que ataje sus muchos males, pero no es eso lo que ahora
estamos haciendo, entre otras cosas porque nadie se ha
molestado en hacer de ellos un verdadero diagnóstico. Lo único
que por ahora estamos haciendo, bajo una vaga e incontrastable
promesa de competitividad futura, es destruir, abaratar y
desmontar lo que había, introducir en la universidad el mismo
malestar y desánimo que reinan en los institutos de
secundaria, y ello sin ninguna idea rectora de cuál pueda ser
el modelo al que nos estamos desplazando, porque seguramente
no hay tal cosa, a menos que la pobreza cultural y la
degradación del conocimiento en mercancía sean para alguien un
modelo a imitar.
Autor: José Luis Pardo
(catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de
Madrid).
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