Carlos León, arqueólogo submarino, sonríe al
leer la crónica de este naufragio acontecido en 1583 en las
costas de la República Dominicana y en el que, por fortuna,
todo el mundo salvó el pellejo, aunque sólo se rescataron tres
piezas de artillería. «Quedarse "algo zorrera" debe
ser quedarse retrasada. Y la "chusma" era la
tripulación, la soldadesca. Sin embargo, el topónimo
"Saonessa" no aparece en los mapas actuales. No es la
isla Saona, que está al sur...». León es un hombre de acción
más que un ratón de biblioteca, pero para sumergirse en busca
de tesoros debe primero zambullirse en legajos. Lleva más de
diez años recopilando y estudiando naufragios de barcos
españoles en aguas americanas con un equipo formado por
arqueólogos, cartógrafos, geógrafos, ingenieros navales e
historiadores. Este trabajo dará como resultado un inventario
de pecios, herramienta fundamental para la protección del
patrimonio sumergido contra sus dos principales enemigos, el
tiempo y el expolio (y evitar así más casos «Odyssey»). El
proyecto, bautizado como Arqueonauta, ha sido
encargado por el Ministerio de Cultura y no trata sólo de
fijar la fecha y el lugar del hundimiento, sino de profundizar
en las circunstancias que lo rodearon: quién construyó el
barco, quién era el capitán, por qué naufragó...
Las
fuentes son los autos judiciales (en esencia, un naufragio es
un siniestro del que debe levantarse acta), los registros de
cargamentos, las salidas de los puertos y cualquier papel de
interés que pueda encontrarse en el Archivo General de Indias, el Archivo General de Simancas y el Museo Naval de Madrid, entre otras
instituciones. «Tenemos que utilizar mapas de época porque en
los informes que manejamos aparecen referencias geográficas
que han cambiado con el tiempo. La labor de toponimia es
clave», asegura León.
BARCOS
MÍTICOS
Cuando se recopile toda la
documentación y se conozca la localización exacta de los
pecios (que, por razones obvias, no se hará pública) llegará
la «fase de agua» en coordinación con los países en cuyas
aguas territoriales se hallan los restos, que son de su
propiedad. «Para proteger el patrimonio hay que conocerlo.
Hablamos de un millar de barcos hundidos, sobre todo en aguas
del Caribe, entre los siglos XV y XVIII. Hay tres motivos
fundamentales por los que un país decide hacer una excavación
(término que, por cierto, también se utiliza en arqueología
submarina): peligro de destrucción del pecio, por ejemplo
cuando se llevan a cabo obras portuarias; que los cazatesoros
lo hayan puesto en su punto de mira, o que su exploración sea
vital para resolver un problema histórico».
Este último
aspecto no es baladí. Localizar «La Vizcaína», la carabela que
Cristóbal Colón hundió en su cuarto viaje, en 1503, en
Portobelo, Panamá, porque su casco carcomido filtraba agua,
sería un auténtico «bombazo». Por no hablar del «San Telmo»,
el navío español que pudo naufragar en la Antártida un mes
antes de su descubrimiento oficial -y fortuito- por parte del
británico William Smith en 1819 al arribar a las islas
Shetland del Sur.
«Una vez localizados los restos lo
normal es que no se rescaten, ya que es una operación muy
costosa», continúa León. «Un convenio de la Unesco declara a
este patrimonio "intransferible", es decir, ni se compra ni se
vende, y hay que fomentar la colaboración entre países e
instituciones para su conocimiento». Claro que hay quien no ha
ratificado la norma, como la República Dominicana, por
ejemplo.
FANTASMAS EN LAS
PROFUNDIDADES
«Elías Stadiatis subió a la
superficie con la cara pálida y el gesto tembloroso. Con la
ayuda de sus compañeros se quitó la vieja escafandra de cobre.
El pescador de esponjas trataba de describir lo que había
visto bajo el agua, a más de cincuenta metros de profundidad,
pero las palabras no le salían de la boca. Por fin consiguió
calmarse. Se sentó en la borda del pequeño pesquero
capitaneado por el griego Dimitris Kondos y dijo: "Mujeres, un
montón de mujeres desnudas... muertas, podridas,
sifilíticas... cadáveres verdes". Kondos se puso la escafandra
de Elías y bajó los cincuenta metros para descifrar el enigma
y quitarle el miedo a los demás buceadores. A los cinco
minutos subió a la superficie con un brazo de bronce atado al
cinturón de plomos. Elías había descubierto los restos de un
barco romano cargado con estatuas de bronce. Era un día de
otoño del año 1900». El experto en arqueología subacuática J.
P. Joncheray relata así uno de los hallazgos más interesantes
de una ciencia que, por entonces, daba sus primeros pasos
hacia la modernidad. La invención de la escafandra en el siglo
XIX constituye un precedente esencial para su desarrollo. Los
pescadores de esponjas del Egeo la incorporaron a su equipo y,
de forma casual, hallaron los primeros restos, entre ellos los
famosos campos de ánforas (cargamentos de grandes recipientes
de almacenaje en embarcaciones cuya estructura quedaba oculta
en el fondo marino).
BUCEANDO EN EL
PASADO
Carlos León publicará en febrero el
libro «Buceando en el pasado. Los grandes naufragios de la
Historia» (Espasa Calpe), un recorrido por los
yacimientos arqueológicos submarinos más importantes del
Mediterráneo y el Caribe y, a la vez, una historia de la
evolución de la arqueología submarina como disciplina
científica. En este volumen, escrito con un ánimo claramente
divulgativo, se describen desde las naves de la Edad del
Bronce halladas en las costas de Turquía hasta los galeones
españoles de la Flota de Azogues de 1724 hundidos en el Caribe
dominicano, pasando por la nave romana de la Madrague de
Giens, el buque griego Kyrenia, los barcos vikingos de
Roskilde, el Barco de Enrique VIII, el Wasa o el galeón
Nuestra Señora de Atocha, rescatado por el conocido buscador
de tesoros Mel Fisher.
El arqueólogo español participó
en la excavación de los restos de los galeones «Nuestra Señora
de Guadalupe» y «Conde de Tolosa» pertenecientes a la citada
flota española de azogues. Desaparecieron en 1724 tras
naufragar en la bahía de Samaná, en la República Dominicana.
«Habían sido expoliados, pero aún quedaban restos muy
interesantes para recuperar e investigar», señala. Después de
dos años en el mar (1994 y 1995), se organizó una gran
exposición, «Huracán 1724», financiada por la Fundación
La Caixa y su Museo de Ciencia de Barcelona, que se
completó con otros restos arqueológicos de barcos hundidos en
aquellas aguas y con espectaculares escenografías y maquetas.
La muestra sirvió posteriormente para impulsar Cosmo Caixa, el museo inaugurado en
Alcobendas (Madrid) por el Rey Juan Carlos.
Autor: Miguel Ángel Barroso
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