El turismo crece un 11% en dos años, pero las visitas culturales han caído un 12%
JAVIER MARTÍN DEL BARRIO
El Pays
Lisboa 2 MAY 2019 - 17:06 CEST
Si busca tranquilidad en Lisboa, escóndase en un museo. Pocas capitales europeas habrá donde no se formen largas colas para visitar su principal pinacoteca, ya sea el Louvre en París, El Prado en Madrid o en Ámsterdam el Rijksmuseum. Lisboa es una de esas excepciones.
Según los datos de la Dirección General de Patrimonio Cultural (DGPC), el pasado año los museos, monumentos y palacios portugueses que regenta perdieron más de medio millón de visitantes, exactamente 600.000. El número total fue de 4,6 millones, los mismos que en 2016. En estos dos años, mientras las entradas han caído un 12%, la llegada de turistas ha subido un 11%. Solo hay dos explicaciones, que los visitantes son unos burros o que los responsables del patrimonio cultural portugués no están haciendo bien su trabajo. Apuesto por lo segundo.
Valga la aclaración que la DGPC, afortunadamente, no dirige todos los museos del país. Fuera de sus redes quedan exitosos centros culturales, en Lisboa (Fundación Gulbenkian y Colección Berardo, en el CCB) y en Oporto (Fundación Serralves), principalmente.
El faraónico museo de los Coches recibe menos visitas que cuando se inauguró, en mayo de 2015. Respecto a 2017, entre los museos lisboetas, el de Arte Contemporáneo del Chiado perdió el 37,7% de su público, el de Etnología, el 36,6%, el de Arte Antiguo, el 27,6%, el de Teatro y Danza, un 24,6%, el del Traje, un 15%, y el de los Coches, un 8,6% menos de visitantes. La sorpresa, sin embargo, es que alguno de ellos no los haya perdido todos, aunque siempre quedarán las visitas escolares. Hoy, el museo del Teatro y la Danza recibe la mitad de visitas que en 2014.
Aparte de las cifras, sin duda el caso más desastroso de todos los museos nacionales es el de los Coches. Hoy cuenta con el mismo público que en 2015, cuando inauguró su nueva sede. Fue la última de esas obras faraónicas que los países del sur realizaban con fondos europeos en épocas de vacas gordas. Un museo que costó 40 millones de euros, que no se necesitaba ni se necesita —para eso— y al que nunca se debería llevar de visita a Angela Merkel so pena de apretarnos los spreads o alguna de esas cosas que suenan a tortura. Resumiendo, una vergüenza nacional.
El Museo de los Coches alberga la colección de carrozas que estaban perfectamente colocadas a 30 metros, en el edificio de enfrente, las caballerizas reales. Durante años, el nuevo museo estuvo construido y cerrado, porque le pilló la crisis. Europa había dado dinero para la construcción, pero Portugal no lo tenía para su mantenimiento. En mayo de 2015, por fin, se abrió.
Obra del arquitecto brasileño Paulo Mendes da Rocha (premio Pritzker 2006), el edificio es abominable, por su entorno y por su continente, unas decenas de carrozas y carruajes de los siglo XVI-XIX. La originalidad del arquitecto, según nos explicó el día de la inauguración, estribaba en elevar el museo sobre columnas y así crear debajo una plaza pública y un espacio para pasear. La realidad es que esa plaza dura, apenas paseada, es perfecta para pillar insolaciones en verano y pulmonías en invierno, además de recurrente pisfactoría nocturna.
El museo de los coches dispone de un gran auditorio que casi nunca se usa (quien más recurre a él, por comodidad, es el vecino presidente del país, Marcelo Rebelo de Sousa) e inmensas instalaciones para información (cerradas siempre), taquilla y guardarropía (infrautilizadas). También se congratulaba mucho el arquitecto del efecto “espectacular” que producía una ventana con vistas a la calle. ¡Señor mío!, si era tan espectacular haber puesto otra ventana y el efecto aumentaba un 100%.
Las previsiones para tal monstruo arquitectónico eran de un millón de visitas, este año han caído a las 320.000, el número más bajo de su triste historia. No solo eso, su mantenimiento exige 3,3 millones de euros del escaso presupuesto de la Cultura, mientras otros museos se caen, literalmente, por falta de dinero y tienen que cerrar salas por falta de vigilantes, como ocurre con el preciado Museo Nacional de Arte Antiguo (MNAA). Como las desgracias nunca vienen solas, su directora Silvana Bessona, culpa del fracaso a la falta de aparcamiento, como si alguno lo tuviera.
El Museo del Azulejo es una de las pocas buenas noticias del anuario estadístico cultural, con un aumento de visitas del 13,4%. Instalado lejos de la ruta turística, va consiguiendo captar el interés que se merece y porque además se encuentra en el Convento Madre de Deus (1509).
Otras buenas cifras llevan a engaño. Es el caso del museo de Arte Popular que triplica sus visitas porque en 2017 estuvo casi siempre cerrado. Su aumento disimula una programación pobre y de escaso interés. También crece el museo de Arqueología (11,1%), pero porque allí se venden las entradas para Los Jerónimos y siempre hay alguien que hace un dos por uno.
El descenso de visitantes es general en los museos portugueses, unas veces por causas justificables (obras, seguridad...), otras por decisiones equivocadas (eliminación de la venta online) y otras, simplemente por estar regentados por profesionales sin imaginación para dinamizar lo que tienen entre manos. Tampoco ayuda una política cultural con tres ministros en tres años, dedicados a repartir migajas a todos en lugar de barras de pan para los museos realmente importantes. Porque, a nada que sobre medio día de estancia en Lisboa, es obligatorio visitar el Convento de Cristo, en Tomar, el Palacio de Mafra y los monasterios de Batalha y Alcobaça.